Ayer, como de costumbre, me acosté muy entrada la madrugada. Esa misma noche había discutido con mi mejor amigo, ahora ex-mejor amigo. Sí, le había perdido para siempre, y yo lo sabía. También sabía que no era la culpable absoluta de aquella pérdida, pues al igual que yo había admitido que le había dejado de lado, él parecía no tener interés alguno en arreglar las cosas. Esa misma noche, para hacer daño, había escrito en su Tuenti: "Hoy me importa más lo que tengo, que lo que un día tuve." Lo había conseguido. Esa frase se clavó al instante como puñal sobre mi pecho, un puñal que aún no he retirado por miedo a desangrarme.
Cuando el reloj de mi portátil marcó las cuatro, estaba tan cansada que no podía tenerme en pie, ni siquiera sentada. Apenas podía distinguir las letras del teclado. Mis ojos estaban enrojecidos y ya no podría soportar ni un minuto más aquella luz cegadora e intensa procedente de la pantalla. Por ello decidí que era hora de irse a dormir.
La noche estaba totalmente en silencio: no se oían coches, ni el cantar de los grillos a la luna, ni el rugir del viento entre las frágiles y delicadas hojas de los árboles y matorrales. En la penumbra, cerré mis pesados párpados. De un momento a otro empecé a soñar. Fue un sueño corto, poco nítido, difuso, distorsionado, pero al mismo tiempo, intenso y doloroso. Mi mejor ex-mejor amigo, por supuesto, estaba allí. Pero no estábamos solos. Nos encontrábamos junto a otras personas pertenecientes a nuestro llamado "grupo" de amigos: Jesica, Laurita, Aarón, Juanma, Xubi, Diego y Sara. Sin embargo, algo había cambiado: sobraba, ya no pertenecía a aquel lugar, a aquello que en su día consideré mio. Todos, absolutamente todos, me miraban con arrogancia, con desprecio, incluso con rabia. Me sentía como una rata de alcantarilla, acorralada; no sabía qué decir ni qué hacer. Sin embargo, lo que si conocía era el por qué de aquella actitud: él les había puesto en mi contra, él les había manipulado y, ahora, yo era la única mala de la película. Podría haberme enfadado, podría haber intentado hacerles cambiar de parecer, sin embargo, en aquel instante me sentía indefensa y, lo que es peor aún, culpable a sabiendas de que realmente no había hecho nada imperdonable. De un momento a otro todo el peso de esa culpabilidad que anidaba en mi pecho recalló sobre mis hombros, sepultándome a kilómetros bajo tierra, dejándome sin aliento, sin ganas de poner resistencia alguna. En ese instante, desperté.